Señales digitales

Juan Carlos Zamora


Voy a contarles algo que me sucedió hace poco. Una de esas situaciones que siembran dudas y desconciertos ¿Sueño?, ¿pesadilla?, ¿epifanía?, ¿triste realidad?, no lo sé. Lo cierto del caso es que sucedió y todavía me tiene pensativo, quizás hasta un poquito asustado…

Después de cepillar mis dientes, ponerme la pijama –no, esta vez no usé la de muñequitos-, rezar mis oraciones al “Súper Robot de la Guarda” (éste, me parece que es más poderoso que el ancestral Ángel), y escoger entre la tortuga gigante de peluche y la muñeca inflable, me fui a la cama, temprano, como todo buen muchacho.

La transportación fue casi inmediata, en minutos, me encontraba ya en la carretera, en pos de una playa de aguas cristalinas, blanca arena, sol amable, chicas complacientes ligeritas de pudor, y cervezas heladas al costo de un simple “gracias” (bueno, bueno, se trata de un sueño así que…)

El recorrido transcurría de manera tranquila y amena entre una dulce melodía interpretada magistralmente por el maestro Tego Calderón y la brisa marina, cuando de pronto, algo inusual y fuera de lugar distrajo mi atención.

¡Señalizaciones! Sí, en toda carretera o vía expresa tiene que haber señalizaciones, es lo lógico, ¿no? La cuestión es que no eran como las que acostumbramos ver, no señor; estas eran distintas, tenían una forma muy peculiar. No eran el acostumbrado rectángulo de fondo verde con letras en blanco, ni las rígidas figuras negras sobre superficie amarilla. No. En esta oportunidad, y aquí lo extraño del caso, lo que indicaba la dirección a seguir y con qué cosa debíamos tener precaución, eran unos dedos gigantes ¡Ajá!, leyó bien, DE-DOS. Algunos pegados a una mano pero, lo resaltante, los verdaderos protagonistas, eran los largos y rozagantes dedos esos…

Manos cerradas en posición horizontal y con el dedo acusador extendido marcaban el camino. Otras, con el mismo dedo pero en posición vertical y con un ligero vaivén, sugerían no tomar esa vía. Había otras más firmes y autoritarias todavía, que levantaban todos los dedos indicando que definitivamente no se podía pasar por ahí, o que por alguna razón debías parar. Un par de manos formando un triángulo invertido señalaban la proximidad de un túnel, y un puño con el dedo medio apuntando hacia el cielo, pues, no sé si fue colocado por mera ociosidad o si en verdad pretendía exhortar a algo.

Total que toda la travesía estuvo orientada por dedos. Sentí que eran ellos y no otra cosa quienes dictaminaban mi destino. Finalmente llegué a la tan ansiada playa, y una vez puestos los pies fuera del automóvil y exponiendo mi incipiente calva al sol, advertí ya con cierta incomodidad, la omnipresencia de las fulanas señalizaciones.

Muchas a menor escala pero, también estaban en la playa. Sólo que esta vez, por ejemplo, el par de manos formando el túnel y el dedo que apuntaba al cielo, indicaban a que género correspondía cada vestidor. Los dedos por supuesto mostraban por donde ir y todo el resto tal cual como en la carretera.

Paré un momento frente a un kiosco playero. Uno de esos en donde venden tobitos con palitas, cachalotes inflables, bronceadores con sabor a coco que igual sirven para hacer quesillos, y chucherías refrescos y revistas para pasar el rato. Me disponía a surtirme cuando de repente salió una cosa inmensa de la parte de atrás del mostrador y comenzó a señalar impune y descortésmente ¡Con mil demonios! Al principio pensé que se trataba de una afable Beluga, pero no. Era un enorme dedo que señalaba, más bien, recetaba, esto sí esto no, esto lo puedes llevar esto no. Y yo como un torpe zombie, siguiendo sus dictámenes.

Para ubicarme en la arena fue casi lo mismo. Sí, adivinaron. Un dedo marcó el punto en donde tenía que ubicarme. En otro plano quedó si el sitio era de mi agrado, o no. Al momento de broncearme, cada cierto tiempo, otro dedo tocaba mi costado para conminarme a cambiar de posición. Y para bañarme, si no era el momento, un largo dedo se interponía entre mi persona y el mar de la misma forma en que lo hacen las barras de los estacionamientos.

Tanto atosigamiento no podía llevar todo esto más que al punto de tornarse en pesadilla, y acá fue donde aquella vieja conseja popular tomo sentido para mí: “No es bueno comerse una docena de deditos de mozzarella justo antes de irse a dormir”. Finalmente, la cena comenzó a pasar factura. La cosa se puso fea, hermano. De señalizaciones, paso a simplemente dedos que me seguían a todas partes ordenándome algo.

Un grupo de dedos con la yema pintada de rojo me llevaron a empellones frente a su líder, el gran “Diosdedo” (que en idioma dactilar significa: “Dios Dedo”), y éste, con actitud déspota y autoritaria, señaló el sitio donde debía ser sacrificado: El Volcán Dactiloscópico.

Una vez ahí, cada Dedil (así se les llama a los miembros de esta tribu) me empujaba y me acercaba más y más a la boca del volcán, y cuando estaba a punto de caer en sus hirvientes entrañas, paradójicamente, otro dedo me salvó al despertarme. Fue el regordete dedo, de la robusta mano, del rollizo brazo de mi madre, quien puyando de manera sistemática mi hombro, me sacó de aquel trance.

Ahora que lo pienso, creo que ese sueño me estaba advirtiendo. Me estaba alertando acerca de algo por venir: ¿Disposiciones o personalidades impuestas a dedo? ¿Algo que no se puede tapar con un dedo? ¿La mano de Dios? O, ¿quizás su dedo? No sé, no sé… Por los momentos dejaré la historia hasta acá; además, yo sólo quería compartir el sueño con ustedes. Y recuerden que a la hora de dormir, es mejor contar ovejas y no dedos. Adiós…

http://lemuriosidades.blogspot.com/

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