Por la tapa de la barriga

Fedosy Santaella



Doctor en Literatura por la Universidad de Salamanca, investigador de la Universidad Central, catedrático en pre y postgrado, profesor invitado a varias universidades del mundo y miembro de la Real Academia de la Lengua y de la Historia. Nadie en el mundo podía negar que Nepomuceno Durán era un hombre serio y sesudo. Muchos, incluso, lo consideraban un genio.

Gustaba el distinguido doctor de la concentración del estudio, del silencio umbrío de las bibliotecas y de los libros, y de las meditaciones filosóficas de jardín universitario. Abominaba, claro está, el caos urbano y las banalidades de la masa, ese virus, esa bacteria que de solo mirarla, contaminaba. La masa y su porfiada tendencia a lo corpóreo, a lo excesivo, a lo colorido, a la bulla.

No obstante, la pasada Semana Santa no pudo evitar encontrarse en medio del barullo y de la congestión visual de una isla tropical.

¿Cómo llegó nuestro doctor al mar? Pues muy sencillo: a pesar de sus esfuerzos por ignorarla, el doctor Nepomuceno Durán tenía familia.

Su hermana mayor, a la que tenía años sin ver, llegó unos días antes de Semana Santa a la capital. Destacada bióloga, vivía en Alemania desde hacía quince años y no había vuelto al país desde hacía diez. Esta hermana, aunque toda una eminencia en su campo, era menos dada al encierro. ¡Pero claro, era bióloga! Así que apenas llegó, le informó a Nepomuceno que no podía pasar sin ir a la playa. De hecho, ya había reservado posada por los lados de Morrocoy y, ¡sorpresa!, él estaba invitado.

—No puedes negarte, hermanito. Ya pagué el hospedaje y la comida.

El doctor, que atesoraba con celo cada centavo que ganaba, aceptó la invitación, pero sólo para no ver perdido el dinero de su hermana, y nada más.


***




Dos días más tarde, Nepomuceno Durán pisaba las blancas arenas de Cayo Sombrero. Iba con sus largos bermudas, sus zapatos Sebago de los ochenta, sus medias largas, su gorro Barbour y su arremangada y ancha camisa a rayas. Se sabía ridículo, ajeno, pero no le importaba; su rango y su altura justificaban la facha. Peor hubiera sido que algún colega o alumno lo viera en tangas, o con una franela pegada que evidenciara su enorme panza… Ah, porque ha llegado el momento de decirlo: el doctor era muy alto, de rostro enjuto y de piernas y brazos delgados, pero llevaba sobre su abdomen una barriga descomunal. A pesar de que no bebía alcohol y se alimentaba frugalmente, tenía aquella panza que le avergonzaba y que no se disminuía con ninguna dieta. Quizás tantas horas sedentarias entre libros le habían hecho salir tal prominencia. Quién sabe. Lo cierto es que para él, esa barriga era como un vergonzoso vínculo con la masa que tanto detestaba, y por ello procuraba ocultarla bajo sus anchas camisas y bajo su chaqueta de tweed y amplios bolsillos, comprada en Londres hacía un montón de años.

Apenas llegó se instaló debajo de una sombrilla y se dedicó a leer un grueso libro de semiótica traído para la ocasión. Su hermana, el marido de su hermana y sus dos sobrinas se hallaban echados sobre sus respectivas toallas, cual peces que disfrutan de una muerte soleada. Viéndolos, Nepomuceno pensó que había logrado sortear sin inconvenientes aquella descabellada aventura familiar en medio de la masa. Ya estaba decidido: él se quedaría allí, a la sombra, concentrado en su libro, y se movería sólo cuando llegara el momento del regreso.

Las cosas marcharon de maravilla hasta que vio pasar un hilo dental. De inmediato le vinieron unas enormes ganas de estornudar. “La arena de playa”, pensó. Entonces se llevó las manos a la nariz, se concentró, cerró los ojos y aguantó el aire. Pero no lo pudo evitar: se incorporó, salió de debajo de la sombrilla y estornudó.

Nervioso, aún batallando con una nueva picazón, comenzó a decir:

—Querida y dilecta hermana, he llegado a la ineluctable conclusión de que lo que Umberto Eco plantea en su último libro es una absoluta falacia y un galimatías que…

Se llevó las manos a la nariz y volvió a estornudar. Algo pasó entonces: sus manos, llenas del líquido del estornudo, bajaron y se limpiaron en la camisa a rayas. Pero esto no fue todo; acto seguido, sus manos sujetaron los bordes inferiores de la tela y la alzaron dejando al descubierto la barriga.

—¡Coño, qué vaina tan sabrosa es estornudar! —escuchó que decía una voz gangosa y fuerte, y de inmediato el doctor se tapó la panza con la camisa. Pero justo en ese instante volvieron a pasar un par de nalgas con hilo dental y sus manos volvieron a levantar la camisa.

—¡Coño, mano, qué ricura! —dijo la voz de abajo.

El doctor no supo qué decir, lo cual era una vergüenza para un semiólogo gigante que sabía analizar cada una de las manifestaciones de la realidad a través del lenguaje de los signos… Pero, ¿cómo podía él interpretar, analizar, contextualizar, imbricar, deducir, inducir, exponer o argumentar… aquella diminuta tela que la gente llamaba hilo dental?

—¡Hermano, esta vaina es increíble!

El doctor por fin se atrevió a bajar la mirada hacia el lugar donde provenía la voz de verdulero.

—¡Quien inventó el hilo dental es un genio, mi pana!

Lo que estaba ocurriendo era al mismo tiempo fascinante y terrible.

—¡Y más genio fue quien convenció a las mujeres para usar esa vaina!

La voz, aquella voz de político borracho, de vendedor de frascos de “vuelve a la vida” y otros menjurjes, provenía nada más y nada menos que de su ombligo. Su ombligo que se abría y se cerraba y se movía como una boca que lanzaba al mundo frases bochornosas:

—¡Coño, mami, tú sí que estás sabrosa! ¡Ricura, se te pegó un espagueti entre las nalgas! ¡Mira, préstame ese hilo para sacarme una carne que tengo entre los dientes!...

Su hermana, su cuñado y sus dos sobrinas lo miraban entre horrorizados y divertidos. Menos mal que todas las interpeladas, acostumbradas a los soeces piropos de playa, habían seguido su camino.

El ombligo, o más bien la panza, volvió sobre su empeño arrabalero:

—¡Muchacha, rolo e’tetas! ¡Vergación, qué cucón! ¡Roloebojote, mija! ¡Esa vaina tuya debe morder duro, muchacha!...

Desesperado, nuestro estimado doctor salió corriendo. Por supuesto, a medida que encontraba nuevas visiones carnales y tentadoras, su barriga intervenía:

—¡Pero mira eso, papá! ¡Qué cosa tan rica! ¡Upa, sabrosura! ¡Uf, qué culote! ¡Hasta la celulitis se te ve sabrosa, mami!

El doctor Durán no corrió más. Confundido y rodeado por todo aquel muestrario de cuerpos magníficos, comenzó a dar vueltas, a girar sobre un mismo eje. Había comprendido que no tenía para dónde huir, que no había manera de luchar contra eso. Estaba perdido, se había contaminado.

Dejó de dar vueltas y, echando el cuerpo hacia delante, empezó a caminar por la playa, tranquilo, sin sobresalto, mientras su barriga iba diciendo cuanta barbaridad se le ocurría.

En verdad que la masa no estaba mal, mucho menos cuando se combinaba el exceso con lo mínimo, que es también una forma de exceso. Pero no quería pensar ahora. Los análisis le tenían sin cuidado. Chao Derrida, Chao Eco. Por los momentos, lo único que le importaba era dejar que su barriga siguiera exponiéndose al virus, a la bacteria, a la maravillosa enfermedad de la masa.

Una cerveza, por favor, y un poco de reguetón.


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