Iglesia de Arena

Daniel Fernández



Miguel necesitó solo un verano para lograr todo lo que necesitaba.

Empezó como un vendedor ambulante de esos que parecen equeco, que venden desde pelotas de playa hasta indulgencias, bikinis y velas, baldes de juguete y condones, agua y cerveza. Era como un sancristóbal que le dejaba una sonrisa a todo el que se le cruzaba.

No cobraba tanto y en ese verano nos dejó en la quiebra a todos, pero nadie lo odió. Todos pensaron que era natural, inclusive nosotros, que nos dejó satisfechos pero sin trabajo. Y él siguió trabajando en la playa todo el año vendiéndole a quién ponía sus pies en la arena; los únicos días en que no vendió nada fue en aquellos en que había tormenta, y sin embargo podría haberle vendido sacrificios al viento.

Dos veranos después pudimos volver a la playa. Unos cuantos trabajando en el nuevo kiosco de playa de Miguel y los demás en lo que habíamos sido toda la vida, vendedores ambulantes. Por lo demás, la playa se había convertido en lo que había sido desde tiempos inmemoriales: los turistas y los pocos locales nos alimentaban a nosotros y nosotros los alimentábamos a ellos. Era natural que las cosas funcionaran así, y así siguieron por años, hasta que los ambulantes desaparecimos y el mar dejó de sonar de fondo para ser reemplazado por los beats de más y mejores kioscos de playa. Y nosotros estábamos allí, formando parte de la novedad. Nos habíamos sacrificado para tener una mejor alimentación. Todo el rededor de la bahía había sido invadido por estos negocios que ofrecían de todo, desde la mañana hasta la noche: el equeco-kiosco se había multiplicado por la playa, se habían multiplicado los turistas.

De eso hace ya diez años. Hoy, Miguel llegó a mi casa, tenía la mejilla roja y llena de arena.

—Hola, traje un par de cervezas ¿quieres conversar?

Hace ya un par de años que no conversaba con él, desde que me había convertido en el empleado del centro turístico que él había construido. Me sorprendió que llegara a mi casa vestido con un pantalón de playa y una guayabera en lugar de su traje. En la tarde había terminado la competencia internacional de castillos de playa; Miguel era parte del jurado. La competencia la ganó el dos veces campeón mundial en la categoría senior: había hecho la réplica del centro turístico en arena y la cara de Miguel al frente, mirando al cielo.

Me contó eso mientras se tomaba las primeras tres cervezas, las siguientes se las tomó sin decir una palabra. Yo no podía decirle nada a mi jefe, no quería romper los lazos que teníamos desde hace años.

Hacia la mitad de la última cerveza me dijo:

—Me quedé dormido un rato en la playa y soñé que estaba hecho de arena, que se me venía el agua y no me podía mover porque no respondían ninguno de los granitos que eran parte de mí. El agua me deshizo lento y no me dolió ni sentí frío. Desperté cuando me había disuelto totalmente

Se quedó un rato callado. Me miró y movió el cuello de la botella como indicándome.

—Construiré una iglesia.

Hoy me senté en la playa mirando al mar con una Corona fría entre las manos, el agua me estaba empezando a llegar a la cintura y de fondo estaba escuchando la misa de diez. El agua estaba empezando a tocar los troncos sobre los cuales se construyó la iglesia —así le dicen todos— aunque a mi me sigue pareciendo un kiosco de playa.

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