Para sonar contigo

José Javier Rojas


-¡Charrán!
-¡Por Tutatis, qué caraj…!

Del adormilado al sobresaltado en un mismo brinco, del tiro me derramé la mitad del cooler encima con el susto causado por las guitarras desafinadas. Encaré a mis atorrantes agresores con todo el rencor del caso, considerando que lo ridículo del patuque de bebida tropical y protector solar me daba una pátina tirando más hacia lo patético que hacia a lo terrible. Ellos, impertérritos, siguieron torturando a Simón Díaz con saña.

Luna de margarita es
Como tu luz,
Como tu voz

Que nada, que no logré disolverlos con la mirada cargada de sincero desprecio. Como si tal cosa, siguieron perpetrando su atonal, arrítmica y para nada solicitada versión del repertorio popular venezolano. Porque estos afásicos animales sordos, estos bullangueros demonios encarnados frente a mi tumbona, estos músicos de Bremen complotados contra mis vacaciones, estos buhoneros del folklore impostando a cultores del arte vernáculo estaban muy invitados por ellos mismos a mi reducida parcelita de cielo, versión paraíso caribeño, tipo clase media. Y no daban señales de querer irse.

Luna de margarita es
Como tu luz,
Como tu voz

Aunque con los años he tratado de evolucionar y hacerme crecer unos párpados en las orejas, mis esfuerzos han sido vanos hasta la fecha. Resignado, traté de encontrar otro sitio feliz, uno muy lejos de ahí, preferiblemente; así que me atrincheré tras mi libro y volví a la lectura devota como quien reza un conjuro protector.

Frente a ti
El mar de las Antillas
Junto a mí
Tu caricia sencilla

Mejor que no lo hubiera hecho. Los ofendidos empezaron a discutir entre ellos, muy malencarados, la forma de lavar la afrenta. Mi desaire al ignorarlos abiertamente era el colmo de lo que ellos, padres de familia, prohombres de la comunidad, garantes del acervo y promotores del turismo endógeno podían soportar. Discutían a gritos, dando manotadas y señalando en mi dirección con tan malas pulgas que evalué seriamente una retirada y dar por perdida la jornada. “Mejor quedar en evidencia y no quedar como evidencia”, pensé.

Parecía que entre ellos había una secreta división efectiva de los poderes, lo que por estos sitios y por estos días, era toda una rareza. Había un fiscal, quien claro, era el más gritón, y para mi mala fortuna el más corpulento y exaltado. Había un juez, el más viejo y calmado, quien solo se limitaba a asentir y a negar poniendo caras de circunstancia. El más joven, enjuto y gesticulante, era el mediador y, para todo efecto, mi abogado defensor, pues se interponía, literalmente, entre el gritón y yo.

—El doctor no entiende de esta música, mira, está leyendo un libro en inglés. ¿Quién se trae un libro a la playa, y encima en inglés, sino un musiú? Tenemos que ayudar al turismo, no asustar a los turistas.
—¡Qué turistas ni qué nada! ¡Esa gente se tira ahí como unas iguanas y viven a punta de galletitas y botellas de agua! ¡Se gastan todo en el hotel y no aflojan nada pa uno! ¡Son unos agarrados y encima groseros!

En efecto, me habían retratado al detalle. No tenía dinero ni para el taxi, porque el hotel me quedaba cruzando la calle, más allá de la hilera de kioskos con artesanías típicas hechas en Hong Kong. No estaba dispuesto a pagarle un centavo a nadie más allá de lo estrictamente necesario, no por tacaño, que lo soy y mucho, sino porque de hecho no cargaba plata encima. Antes, me había librado con bien de las masajistas y su innuendo sabrosón, de los orfebres y su bisutería hiper alergénica, de los heladeros y su marchantita de toda la vida. El fiscal tenía razón en su alegato: con todos los buhoneros había tenido la mínima cortesía de decirles gracias pero no, gracias.

Ni hablar ya podía, porque mi defensa se basaba en que yo era un extranjero ajeno a las formas y usos locales. Parecía que la sangre sí llegaba al río después de todo. A la playa, más bien. Recé por un ángel que bajara del cielo con una espada flamígera, aunque me conformaba con la policía turística o con Valentina Quintero y su inseparable teléfono de Movistar.

—Bueno, bueno, ni modo… vámonos pa’ la otra punta, déjalo tranquilo, él se lo pierde.

En lugar del ángel, se materializó ante nosotros un hembrón con un hilito de licra como único continente de su contenido cimbreante al son de las olas, y las miradas de todos se fueron con sus vaivenes, estos sí muy rítmicos y acompasados. Para mi fortuna, los miembros del tribunal se fueron con su música a otra parte siguiendo embobados al metrónomo en plan serenatero.

Para vivir, para gozar, para soñar contigo
Para vivir, para gozar, para soñar contigo

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