El teorema del punto perfecto en la botella que cae

Jorge Gómez Jiménez


Nunca dejó de hacerme gracia cómo construyo teoremas cuando estoy ebrio. Ni siquiera los necesito, en principio porque suele ser una tarea difícil comprobarlos. El teorema del punto perfecto en la botella que cae: alquilamos una casa en la playa para los cuatro días libres de la Semana Santa de 1996. No estaba exactamente a la orilla del mar, pero en el Monza de Daza se llegaba en un cuarto de hora y nos resultó mucho más barato. Mik intentó embriagarnos en la carretera; impedí como pude que Daza bebiera y yo mismo apenas probé el whisky para darle el ejemplo. Así que cuando llegamos a la casita ya Mik nos llevaba bastante ventaja.

Dejamos el equipaje y nos fuimos a la playa. Ya era tarde y no habíamos comido, pero sabíamos de un puesto del balneario en el que preparaban la mejor sopa de pescado y llegamos pidiendo tres platos y picante. Daza y yo pedimos también unas cervezas, pero Mik alegó que la mezcla lo pondría mal y sacó de su bolso otra botella de whisky para reponer la primera, que ya se había bebido casi sin nuestra ayuda.

Mientras comíamos se nos acercó un helicóptero, que era como Daza llamaba a las mujeres feas pero de buen cuerpo, pues decía que la parte de abajo brillaba y tenía buenas curvas pero la parte de arriba espantaba. Sostenía un vaso con hielo y le pidió a Mik un trago de whisky, como una mosca atraída por la luz dorada de la botella. Llegó sonriendo con su boca de labios excesivos cobijados por una nariz nada honrosa y explicó que no andaba sola, pero que los de su grupo estaban tomando cervezas y a ella no le venía bien. Mik nos miró a Daza y a mí; sé que esperaba aprobación para darle whisky al helicóptero pero, ante nuestro silencio divertido, se limitó a olfatearla mientras le servía. “Qué maravilloso olor tienen las mujeres en la playa”, le dijo, y ella dio las gracias sin aclarar si se refería al whisky o al piropo y se alejó dando saltitos sobre la arena caliente.

—Buen comienzo —dijo Daza mirándole las nalgas al helicóptero.

La escena se repitió un par de veces y Mik decidió que había que cobrar el favor. Le preguntó su nombre al helicóptero (que he olvidado) y en dos minutos de atropellada conversación supimos que una de las mujeres del grupo era su hermana mayor —divorciada y con una hija de trece años que convenientemente se había ido de paseo con su padre esa Semana Santa—, y que los demás eran compañeros de estudio de ella o de trabajo de la otra. Supongo que el dato de que sólo había dos parejas y que el resto estaba solo en el mundo fue arrojado certeramente para atraernos y beberse nuestro whisky.

Y así lo hicieron. Eran seis mujeres y cinco hombres, así que a tres de éstos no les hizo gracia tener que compartir las cuatro disponibles con nosotros. En un principio los juzgué demasiado tímidos o quizás elegantes para demostrarnos abiertamente su incomodidad, pero cuando se acabó la botella comprendí que sólo eran tres infames sin un céntimo, pese a lo cual no tenían intenciones de volver sobrios a casa. Mik propuso comprar más whisky, pero ante la insistencia de las mujeres tuvimos además que proveer dinero para cervezas. El helicóptero no dejaba de pedirle disculpas y él no tardó en sacarle partido a la situación contándole su desgracia de recién divorciado, y hablándole de su imperativa necesidad de aligerar la carga de su trance con gente fresca, justamente como ella.

Hubo un momento de tensión cuando estuvo disponible todo el dinero. “Nosotros ponemos la lana pero ustedes van a buscar el aguardiente”, ordenó Daza con su muy pesada media sonrisa a los tres solteros del grupo. “Ala, no me ponga esa cara que así es el capitalismo”, remató a uno que hizo un mohín. Contrariando los consejos que horas antes, cuando aún estaba sobrio, me había dado Mik —siempre obsesionado con la idea de que podían robarnos nuestras cosas—, saqué mi cámara y le dije a Daza que se sentara junto a la hermana mayor para tomarles una foto. La mujer no sonreía mucho, pero se dejaba hacer y a veces me daba la impresión de que le hacía gracia el acento de Daza. Ya para entonces me había asegurado de acercarme lo suficiente a Lourdes, una de las compañeras de trabajo de la hermana mayor, una morena bajita que enfatizaba la o de su nombre y a la que abracé para que Daza nos retratara.

De tal manera, cuando llegaron los tres infames solteros con el whisky y las cervezas ya les habíamos birlado un buen trecho. El helicóptero convenció a Mik de meterse al mar unos minutos, quizás para intentar rescatar un poco de su sobriedad, que sabíamos ya irrecuperable. Con sus cervezas gratuitas en la mano vi a dos de los infames hablando con uno de los novios, que seguramente estaba poniéndolos al corriente. Empecé a molestar a Lourdes diciéndole que su nombre debía pronunciarse Lurdes, y así la conduje mansamente hasta una conversación a pulso en la que averigüé que era contadora, vivía con un colega y sufría de miopía, aunque no le gustaba usar anteojos porque me veo horrenda.

Cuando las cervezas comenzaron a escasear los infames se rebelaron. Supongo que esperaban que fuéramos a comprarlas para quedarse un rato con las mujeres, pero Daza invitó a la hermana mayor, Lourdes asintió de buena gana a venir conmigo y Mik simplemente se hizo el desentendido y se llevó al helicóptero de nuevo al mar, aunque más tarde los vimos caminando por la orilla. No fueron necesarios mayores esfuerzos para que los infames admitieran, en silencio y con rostros alargados, la derrota.

La noche cayó y trajo consigo un viento frío. Las mujeres aceptaron irse con nosotros a la casita. Como Daza manejaría el carro de la hermana mayor y Mik estaba demasiado ebrio, manejé el Monza acompañado por Lourdes y una de las parejas del grupo, para que el resto cupiera en el carro que les quedaba. Nos detuvimos en la carretera para comer y despachamos a los solteros aduciendo que no había dinero para darle comida a todos. Una escena lamentable.

Al llegar a la casita el helicóptero se bajó del carro apurada y arrastrando consigo a Mik, urgida del baño. Daza corrió tras ellos con las llaves y la pareja que venía con nosotros se bajó para hablar con la hermana mayor, aunque creo que en realidad fue un gesto de tacto pues debieron darse cuenta de que Lourdes y yo nos veníamos tocando alegremente por el camino. Cuando nos quedamos solos en el carro de Daza me interrogó sobre la casita, y mientras estrujaba sus pechos le dije que tendríamos una habitación para nosotros.

Daza me despertó cerca de las nueve de la mañana. Tenía los ojos rojos y hablaba con una voz ronca de resaca que remarcaba notoriamente su acento. “Vico, las mujeres se cobraron la culiada”, ladró con el ceño fruncido. Primero pensé que se habían llevado el carro; Daza me dijo que sólo nos habían robado las carteras con lo que nos quedaba de dinero, los documentos y las tarjetas. Me puse en pie como pude y, después de comprobar que mi cartera también faltaba, fuimos a despertar a Mik para salir de allí; no es bueno estar lejos de casa sin documentos ni dinero.

Mik escuchó todo con la mirada ida, sin que pudiera notarse si era por el alcohol o por el tamaño de la noticia. Las palabras se le resbalaban cuando dijo su frase habitual: “Mi abuela siempre me decía: hijo, cuídese de las mujeres”. Se sentó en la cama y levantó el flaco colchón por uno de sus extremos. En algún momento de la madrugada, había escondido allí una ignota botella de whisky. “Nos salvamos”, dijo Daza intentando sonreír. Mik la destapó y se lanzó un trago largo. Nos la pasó y bebimos. Fui a recoger lo que nos hubiera quedado, a reconocer los alcances del crimen, y Daza salió a encender el Monza para calentarlo. Mik salió a la puerta de la casa y allí repitió: “Cuídese de las mujeres”, y lanzó hacia arriba la botella. Desde mi ángulo no podía verla, pero la imaginé dando vueltas en el aire y formulé mi teorema: si se lanza una botella llena hacia arriba, de tal manera que ascienda tanto como para que la caída produzca su definitiva fractura, y dependiendo de la trayectoria y de la solidez de la superficie en la que caerá, así como de la disposición del líquido contenido en ella, existe una posibilidad entre miles, o quizás millones, de que al caer lo haga sobre un punto perfecto en el cual, a través de alguna rendija de las leyes físicas, la botella esté en capacidad de mantenerse intacta. Igual la botella se rompió, como es natural.


(Fragmento de una novela en progreso).

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