La posibilidad física de la vida en la mente de alguien muerto (o dos esqueletos peleándose un tiburón de goma)

Enrique Enríquez



Dedicado a Corín Tellado (Dios la acoja en su pecho hirsuto)


Me fascinan los kioskos de playa,
llenos de peroles
absurdos que me recuerdan
a la tienda esa
donde James Ensor
pasó su vida,
y cuyos retazos
podemos ver en sus pinturas.

Claro que en nuestros kioskos
playeros no sonrien
las calaveras como en la tienda
de Ensor,
sino unos tiburones
inflados,
con sus bocas de perro
hinchado
plastificadas en una sonrisa
espichable.

Me gustaría tener un tiburón inflable cuidadosamente doblado y guardado
en el bolsillo de atrás del pantalón.

Me gustaría tener un tiburón inflable cuidadosamente doblado y guardado
entre dos rebanadas de pan blanco.

Me gustaría tener un tiburón inflable cuidadosamente doblado y guardado
en un sobre dirigido a mi mismo veinte años más joven.

Me gustaría tener un tiburón inflable cuidadosamente doblado y guardado
en mi mesa de noche, esperando.

Me gustaría tener un tiburón inflable, inefable, infalible

para inflarlo
y sacarlo cada vez que una conversación se torne espinosa o insufrible
y ahuyentar a las curiosas que se avecinen a averiguarme la vida
y esperar que alguien al besarlo le llame “John Thomas”
y escabullirlo en un confesionario
y dejarlo sobre la mesa en lugar de la cuenta
y desinflarlo luego poco a poco, liberando el aire en un silbidito pedante.

Por eso odio la playa,
porque los trajes de baño
no permiten
que uno lleve un tiburón
inflable cuidadosamente
doblado y guardado
en el bolsillo.


Si tuviese un kiosco playero vendería asfalto.



http://enriqueenriquez.net/

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