Editorial: Sueños sobre arena



Cuando los hermanos Chang nos anunciaron que por fin se habían comprado el sueño de sus vidas nosotros pensamos en grande. En aviones, en flotas de yates de muchos pies, en avionetas, en ejércitos privados, mansiones con mucho mármol y grifería de oro, dos islas gemelas en la Polinesia –una para cada uno-, vuelos privados a Marte y desarrollos hoteleros en la Luna.

Lo del quiosco de playa, palabra, que no lo veíamos venir.

Ese quiosquito de playa parecía un perro abandonado, allí frente al mar, como si lo hubieran lanzado desde un helicóptero y con la caída se hubiera clavado en medio de la arena. Cuadrado, solitario, minúsculo, tristón.

El carro donde veníamos se paró a unos veinte metros. Nos entregaron una bolsa en cuyo interior había un par de chancletas, tres combinaciones de camisas hawaianas con un juego intercambiable de bermudas, dos celulares. El chofer de los Chang bajó del auto, abrió la maleta y de allí sacó una cava plástica azul. La depositó a nuestros pies –de hecho tuvimos que saltar para salvar los dedos- y sin más explicaciones la limosina Chang arrancó levantando una nube de arena que nos entró hasta por los huequitos que separan los dientes. Por no decir lo que nos hizo en otras partes.

Cada quien se metió su bolsa de supervivencia bajo el brazo, cogió un asa de la cava plástica y así enfilamos hacia el quiosco de playa antes de que acabara de ocultarse el sol detrás de las olas. Los veinte metros se nos hicieron idénticos a cuatrocientos con obstáculos; aquello pesaba como un muerto –eso pensamos, pero ninguno de los dos se atrevió a decirlo, no fuera cosa que-.

Entramos por la ventana, en limpia zambullida de cabeza, porque puerta aquella cosa no tenía. La cava la dejamos afuera, en una esquina sobre la arena, primero porque pesaba un mundo y luego porque ya era de noche cerrada y no veíamos dónde ponerla, pero sobre todo –eso tampoco lo dijimos, y ni hizo falta- porque preferimos no dormir con lo que fuera estuviera adentro.

Esa noche la pasamos en vela, sentados sobre las bolsas, iluminándonos las caras con las pantallas de los celulares, royéndonos los sesos en la estéril búsqueda de qué demonios íbamos a hacer en ese lugar; porque ese quiosco, fuera de arena y las cuatro paredes, estaba más desierto que la playa a esa hora.

Y lo otro que no nos dejó pegar ojo -aunque nadie mencionara palabra al respecto-, era la inquietud de saber qué había dentro de esa neverita portátil. Pasamos la madrugada entera sumando nuestros respectivos corajes para que con el amanecer surgiera un valiente que le quitara la tapa. Mínimo estaban las cepas de la gripe porcina. O su primera víctima, rebanada.

No hizo falta ponernos de acuerdo, salió el sol y con él se nos iluminó la valentía. Saltamos por la ventana y a la cuenta silenciosa de tres, con punta de dedos, destapamos la cava.

Una computadora. Adentro lo que había era una computadora.

Nos quedamos varios minutos viendo aquello, en silencio, pero compartiendo la misma cara de “¿Pero a quién coño se le ocurre meter una computadora en una cava?”.

Hasta que entonces entendimos que los celulares y la computadora sólo nos servían para algo: contactar a los colaboradores y pedirles auxilio.

Fueron muchos los: “no, hermano, yo ahora no puedo porque justo hoy me sacan las cuatro cordales” y los “yo creo que no va a poder ser porque seguro me da apendicitis mañana”, y los “pero es que yo de quioscos no tengo idea, y si son de playa menos” y los “¡coño, de verdad, una computadora en una cava!”.

Pero al final vinieron todos los que están y todos los que son. Lo hicieron no tanto por la solidaridad que quisiéramos sino porque las invitaciones Chang no aceptan negativas y sobre todo porque, como Santo Tomás, “yo para creer tengo que ver esa computadora dentro de esa cava”.

Y, claro, vinieron porque sentarse sobre esa cava con la espalda recostada al quiosco de playa a ver las olas, los días, el mundo y las chicas en biquini pasar es, definitivamente, el sueño hecho realidad de muchos que ni sabíamos también soñábamos con eso.


Fedosy Santaella y José Urriola, quiosqueros playeros.

2 comentarios:

  1. Me gusta tu estilo. NO sé decirte aún si me va el resto, pero al menos conseguiste que leyera esto del quisco en la playa, y lo vi, eso es todo un logro. Imagen y acción, conbinadas, suelen hacer buena literatura.

    Volveré para leer un poco más.

    Saludos

    ResponderEliminar