Lost in chiringuito

José Urriola C.


Él pensaba que la quería. Sí, se la pasaban bien, había algo especial en esa mujer. Algo en el pelo, en la temperatura de la boca, en su aliento con toque de tabaco. Tenía un no sé qué que sabía a maldad.

Él estuvo de acuerdo en lo de ir al concierto. Le gustaba Massive Attack y verlos gratis en la playa prometía. De lo que no estaba muy convencido era de lo del tema del MDMA. Para él sería la primera vez en pastillas; para ella no, de pastillas ya había perdido la cuenta. Le había insistido en que estaba bien, que era éxtasis al 100%, la droga del amor, tan confiable como un paracetamol para el dolor de cabeza, que lo importante era que no faltara el agua, que se dejara llevar por la música, por las sensaciones a flor de piel. No te preocupes que yo te cuido, eso dijo ella y él le creyó.

Se apagaron las luces y la masa rugió. Sobre el escenario cruzaron sombras, se prendieron las lucecitas rojas de los monitores, un zumbido grave arropó la playa. Un seguidor hizo foco sobre Robert Del Naja y el público rugió el doble, silbó, aplaudió, se estremeció. En ese preciso instante ella aprovechó para meterse la pastilla en la boca e inmediatamente se la pasó a él, de la única y mejor manera en que un MDMA puede ser metido en la propia boca, con un beso de mucha lengua. Sintió algo dulce que se le disolvía contra el paladar y luego un destello químico le ganó la garganta.

—Ahora vete al chiringuito y busca agua para los dos —fue lo único que le dijo al soltarle la boca. Lo despeinó un poco con diez dedos y le dio un empujón suave en la base de la espalda.

Recorrió los cincuenta metros que lo separaban del chiringuito. Pensó, una vez más y como siempre, que para él eso se llamaba kiosco de playa, que chiringuito era una palabra poco feliz que poco decía y poco servía para llamar a un kiosco de playa. Caminó con torpeza sobre la arena, pisó varios pies con los que nunca se disculpó –básicamente porque no le daba la gana- y se llevó por delante varios codos con los suyos bien afilados. Surcó nubarrones de hachís, se tuvo que tragar varios alientos infestos y varias risotadas fingidas. Sonaba Teardrop allá al fondo, como en otra constelación, echó de menos la voz de Liz Frasier que obviamente no había sido traída al concierto. Cantaba una morena que no lo hacía mal para ser humana, pero eso es lo malo de intentar cantar algo que ya se le ha escuchado antes a un ángel.

Cuando por fin llegó al kiosco lo encontró atestado de gente. Las bartenders –nenas multicolores apenas tapadas por shorts microscópicos y piercings en el ombligo- sólo atendían a los más guapos o a los que gritaban más fuerte. Él no cabía en ninguna de las dos categorías, así que se quedó con el billete de 10 en una mano y haciendo gesto de “dos” con la otra hasta convertirse en la versión muñeco de cera de sí mismo. Se le secó la boca, las luces se hicieron extrañas, un resplandor como filtrado por papel cebolla lo inundó todo. Los colores dejaron de ser los colores de siempre y se transformaron en ondas vibrantes, se reconocía un naranja de un verde porque se movían distinto, pero no era más un asunto cromático. El mundo se le hizo extraño, aún más raro. Maldita droga, pensó, me voy a morir aquí de una pálida. Cerró los ojos, un zumbido como de turbinas se le encendió entre las sienes, sintió que los pies habían dejado la arena 20 centímetros más abajo.

—Dos aguas, cariño, qué pinta fatal la que tienes. Que no falte el agua —dijo la rubia imposible con estrellas en los ojos mientras le ponía dos botellas heladas sobre el mostrador.

Le arrebató con gracia el billete y se lo guardó en la liga del short. Por lo visto, cuatro costaban las aguas y seis los servicios de prestidigitadora. Qué caro que está todo, pensó al tiempo que desenroscaba una botellita y se la bebía a dos manos. El agua le llenó la boca, le calmó la garganta, se precipitó en suave cascada sobre su estómago hecho pasa. Dio gracias a Dios por el agua. Tenía años sin acordarse de él. Pero con el agua creyó, le volvió la fe.

A medida en que sintió que cada órgano, cada músculo, cada articulación se iba hidratando, mientras se convencía de que el flujo sanguíneo se le hacía más líquido y radiante, se fue internando de nuevo en la multitud. Era como acariciar a contrapelo y con punta de uñas el lomo a un cachorrote. Se hundió unos pasos en aquel bosque de pelos oscuros y sintió algo que había perdido incluso antes que a Dios: los quería. A cada una de esas sombras, a cada fantasma, la humanidad ahora le parecía ligeramente más amable. A los pocos metros la vio allí de espaldas, con la mirada clavada en el escenario. Pensó, qué belleza de mujer, se ha acercado al kiosco para esperarme, yo creo que la quiero de verdad. La vio especialmente guapa, particularmente deseable. Flotó hasta ella y le hundió la nariz en su nuca. Ciertamente le olía ese pelo un poco distinto, más nocturno -eso creyó- y la piel también se le antojó más suave, más dulce al gusto. La abrazó desde atrás con todas las ganas del mundo, y buscó que sus palmas desnudas encajaran con las curvas de su barriga, se hundió de boca abierta entre esos rulos y estuvo convencido de poder abarcarle en un mismo beso todo el cuello y toda la oreja.

Justo en ese instante glorioso comenzó a sonar allá, en el planeta tarima, Butterfly Caught, realmente la canción por la que había venido al concierto. Cuidándose de no despegar las manos de aquella barriguita prodigiosa se puso a un lado para poder mirar bien al grupo. La música le entraba por los poros, cada sonido del bajo le golpeaba suavemente como olas de un mar apacible el pecho, las mejillas, el vientre. Los agudos eran como corrientazas discretos que atacaban directamente a los vellos de punta. Se giró para comentarle lo bien que se sentía, para agradecerle la música, la playa, la barriga, el MDMA. Y entonces se dio cuenta: Ella no era ella.

—Perdona, te confundí con otra persona —balbuceó al tiempo que a duras penas lograba despegar las palmas de aquella pancita.

Pero ella no dijo nada, se quedó con la vista clavada al frente. Con sus ojos de otro color mirando imperturbables al escenario, su nariz tan distinta asomándose entre los bucles de un pelo radicalmente diferente, con su sonrisa armada con otros labios y otros dientes. Él se quedó con los brazos colgando como ramas muertas a los lados de su cuerpo seco. Sintió un pinchazo en el alma, una bocanada brutal de abandono e infelicidad. De nuevo el mundo se le hizo extraño y hostil, sólo que ahora el doble. Se le secó la lengua y el cerebro le quedó mirando hacia atrás. Tuvo unas ganas macizas de lanzarse en clavado con la boca abierta contra la arena a ver si corría con la suerte de ahogarse.

En ese dilema se hallaba inmerso, en la profunda reflexión de cómo sería mejor morirse, si ahogado, quemado, o asfixiado, cuando unos dedos cálidos se abrieron espacio entre los suyos. Y un dedo malicioso comenzó a dibujarle círculos invisibles sobre la palma al ritmo de la música. Se dejó acariciar por ese dedo, se entregó al juego de esa perfecta extraña que lo seducía. Se acordó de Dios y tuvo sinceras ganas de pedirle que pusiera en pausa al mundo, a la existencia en suspensión y así quedarse allí de manos tomadas para siempre. Fueron cinco minutos apenas. Cinco minutos en los que Butterfly Caught sirvió de banda sonora a la historia de amor más fugaz pero también más intensa de su vida.

Cuando sonó el último acorde y el público aplaudió, silbó, gruñó de satisfacción, sus manos se soltaron.

—Perdona, mi novia me debe estar buscando, me tengo que ir —dijo él.
—Sí, igual el mío, debe estar preocupado.

Se separaron sin que ninguno de los dos se atreviera a girar la cabeza. No fuera cosa que se borrara el mundo allá atrás o, peor aún, nunca hubiera existido.

—Pero cómo has tardado ¿Dónde coño estabas tú? —riñó ella cuando por fin la encontró en el mismo lugar donde diez minutos antes la había dejado.
—Pues perdido. Me perdí en el chiringuito.

Bebieron el agua en silencio unos segundos, hasta que ella con la boca todavía húmeda le buscó la lengua con la suya y las trenzó en un beso que supo a reconciliación. Y también, sobre todo –cómo negarlo-, a despedida. A que quedaba decretado así, cariñosamente, el principio del fin. Por más que el MDMA todavía les tendiera una trampa química, ya no se dejaban engañar.

Comprendió entonces que sí, la quería. Tal como pensaba, él quería a esa mujer. Pero jamás como a la chica del chiringuito. Ah, claro, y que chiringuito de ahora en más no le resultaría tan poco feliz ni le sonaría tan mal. Qué va, nada mal.


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