La Torre

Joaquín Ortega



When you believe in things
that you don't understand
Then you suffer
Superstition ain't the way

Stevie Wonder



1
En el principio fue el peo.

Habían pasado demasiadas cosas que trastocaran la sensibilidad de Adolfito. No sólo por las amenazas telefónicas gratuitas del último año, o los cambios para mal dentro de su mundo sentimental, sino también por esa mala pata de escurrírsele frases incorrectas en lugares inadecuados. Primero, estaba la situación laboral. Cambiar de trabajo 4 veces en dos años no era justificable ni siquiera para un gandul como él. Segundo, su anterior mujer lo había corrido del apartamento de una manera bastante amable, a pesar de haberse comportado como un psicópata cuando le descubrió aquel hechizo, esa especie de altar oculto construido para el amor.

El piso donde vivieron su romance Adolfo y Mary era fresco y sobrecogedor. La ausencia de muebles le daba un eco perfecto para que circularan de por sí, habitantes anónimos y sin vida. Miedo e imaginación en un solo sitio juntos —creía ingenuamente Adolfo— sólo podía abrir más espacio para la pasión. La perspectiva que brindaba el balcón lo convertía en una atalaya de la ciudad, lo equiparaba a un faro diurno… a una especie de vela hecha de ladrillos y abatida por gotas de granizo de cristal rojo. Era, a fin de cuentas su cometa privada, inamovible y frágil a la vez.

Estaban juntos desde hacía cinco meses. Él, rara vez pasaba de la cocina, el cuarto principal, la sala o el estudio. Quedaban dos cuartos más con las cosas de la tía –la de ella, no la de él- y ni siquiera le interesaba registrar en las gavetas o en los armarios, no fuera a ser que terminara con una alergia digna de hospitalización.

Pero un martes, uno ardiente y torpe, después de una larga caminata desde el supermercado, el olfato lo llevo hasta uno de los cuartos en “desuso”. Puso las bolsas de comida —repletas de carne roja en múltiples cortes: para guisar, molida, en filetes—, atacando algunas lonjas de jamón serrano y queso manchego, que le sirvieran como resistencia al vegetarianismo militante de Mary. Caminó con desgano, casi con vergüenza. “¿Para qué recorrer los cuartos que ya le habían mostrado y presentado con dignidad y diplomacia?”. “¿Qué se lograba hurgando en lo que no era de uno?”. Además, ella ya estaba por llegar. No más de media hora y entraría por esa puerta. Luminosa y llena de vida. Ágil y dulce. Bella, desgarbada, perfumada y… buscando cariño.

Pero la curiosidad mata a gatos y perros por igual. Unos pasos por aquí y otros por allá y se abría la puerta del cuarto más grande y lejano. Todo adentro idéntico al primer recorrido.

—“Sin novedad mi Alférez” —se dijo en voz alta en sonsonete de misión cumplida.

Pero, un tufo recóndito insistía y desde el fondo de aquellas paredes se colaba una chispeante cadencia ahumada. Se sentía venir un aroma cercano a la brasa en descenso, un gusto que no mal hedía del todo, pero que veteaba el aire con toques parafinados, como el de… como el de… los cirios.

—¡El coñísimo de la puta madre!

¡Ah, buen susto! Dentro del baño del cuarto del medio brincaba una juguetona luz contra las losas. Adentro de la regadera seca, y pálida por el desuso, una bandeja desconchada sostenía su foto —la de Adolfo—, envuelto en el flux de tres piezas de su graduación. Con los ojos brillantes y la sonrisa del cándido, parecía bailar un vals cojo, arriba de un plato hondo lleno de sustancias oleaginosas y dulzonas. Alrededor de la imagen, varias cintas de colores. Frente a ella tres velones: dos rojos y uno negro —el peor— a medio consumir, en forma de pareja de ébano. Daba mareos ver éste último: un perturbador homenaje a unos amantes consumidos por la lava negra de un volcán abominable. “¡Abominable sí, pero un carajo fortuito!”, pensó.

—¡Coño e´la madre vale… que arrechera! ¡La muy zorra! ¡Y a tanta misa que va los domingos! -arrojó con un temblar de mandíbula.

Lo siguiente fue obra de la rabia más que del juicio. La bandeja terminó en la batea, detrás de la cocina. Rociada con el kerosén sobrante de la parrilla de la semana anterior. Esa parrilla inmamable, en donde tuvo que calarse la conversación de una recién estrenada profesora -quien no tenía idea sobre quien mandaba en su salón: si ella o el “entorno sociológico”. Aburrida profesional de medio pelo, perdida cada vez que daba un nuevo sorbo de vino, en medio de unos imprácticos y seudo-académicos ejercicios de Democracia dentro del aula. El otro invitado al que tuvo que hacerle la corte Adolfo, era un cura treintón, bastante amanerado que no dejaba de verle el paquete de reojo al ex novio drogadicto de Mary: un buen músico, estudiante eterno, aspirante a escalador político y connotado hablador de pendejadas. ¡Toda una fauna para la amistad!

De todas, todas, un contexto nada fácil para una revelación como ésta, una que iba a resolverse combustible mediante. Ya una vez irrigada pródigamente la instalación mágico-religiosa, Adolfito lanzó un fósforo encendido. Se sintió renacer por un instante, al ver arder el maleficio, junto a los recuerdos de aquella vieja reunión desechable y desbordante de diálogos inútiles.

Cuando llegó Mary lo encontró bañándose en el cuarto principal. Desde lejos ella preguntaba, emocionada como una niña:

—¿Qué compraste?
—Glurp… glurp… burbrbrbrb…
—¿Tenemos cena romántica?
—Glurp… burbrbrbrb… glurp
—¿Huele a quemado…? Huele a quemado… ¡Huele a quemado…!
—Burrrrb… glurp… burrrbbb…
—¿Qué huele así? Adolfo, mi amor…
—…

Fuera de la ducha, Adolfito se topó con Mary, intermitente y con lágrimas en los ojos.

—¡Tú, no entiendes… es que yo! Yo lo hago porque te quiero. No quiero perderte y quiero que te vaya bien. Que te vaya bien… conmigo…
—La próxima vez, que consiga una vaina de estas… una maldita brujería… la que va a terminar bañada en kerosén eres tú.

Punto final para el tema. Los meses siguieron y después de contentarse, no le fue nada mal al sexo, al amor y a los viajes. 4 meses después, distancia mediante, dejaban de hablarse para siempre.


2
Adolfito volvió al viejo apartamento alquilado, al pequeño y caluroso agujero con el bajante en el pasillo y sus faltas de agua constantes. A él religiosamente volvía cada vez que se quedaba soltero, una y otra vez. La libertad, numerológicamente lo encontraba siempre después del año. A veces completaba algunos meses más, pero casi siempre, al final del mes número 12 -o 13- en la cuenta, las mujeres que Adolfito amaba se volvían locas… sacaban las uñas… lo empujaban torpemente hacia un destino no negociado. Querían amor, y compromiso, pero a juro.

Adolfito, de vuelta al patio de sus discos y sus libros, cayó en la rutina: dormir de día, jugar de noche y en las tardes no hacer nada. Contraviniendo el consejo de su gurú Kris Kristofferson, volvió a salir con tipas más tocadas que él, o al menos eso creían ellas. En una ocasión, en medio de una borrachera dura, pero no por eso inconsciente, unos amigos le endosaron una D.J. bien buena. Se hacía llamar La Cute, y organizaba todo los meses toques temáticos. Le encantaba mezclar con un vestidito ligero de flores moradas, sin nada abajo contra sus carnes. Sudaba toda la noche y al final del trabajo se ponía una franela blanca y unos shorts que mal ocultaban el cuerpazo que se gastaba. Como truco infalible, brindarle el trago de las 6 AM o darle la cola para su casa, eran lo mismo que llevártela para la tuya. La Cute no paraba de hablar. Su tema favorito: ella, sus discos, sus fiestas, sus mezclas, su estilo, sus proyectos. Un día Adolfo acordó buscarla antes de entrar a trabajar. Eran las 11 de la noche. Ella lo convenció de entrar un rato. Él accedió. La Cute sólo mezcló un set y se fueron en plan erótico.

Adolfo la llevó a su casa, la desvestía, mientras él hacía otro tanto consigo mismo. La empujó hasta el cuarto, pero ella quería bañarse. Así que ambos fueron a dar a la ducha. La tipa era magnífica. No se aguantó. Hasta las bolas. Lo hicieron una vez allí bajo el agua y otra frente al espejito, ella sostenida entre el lavamanos y el bidé. Que durita estaba. Que bien besaba la coña. Que bien se estaba con una señorita rufiada pero de anillaje a punto. Sin secarse se fueron a la cama. Otra rondalla de amor. Esta vez sí hubo preservativos. Lo del baño fue una locura, afuera no había que cometer más.

Se revolcaban, tanteaban perfiles. Cuando se agotaba, ella lo olfateaba, traía agua y lo tecleaba como un teletipo en sus últimas, uno que no podía darse el lujo de quedarse sin operar. Ella sabía encenderlo. ¡Coño que talento la de ésta niña! Sólo una cosa no estaba bien: hablaba, hablaba y hablaba... y hablaba y hablaba y hablaba. Eran mil millones de historias en la que siempre era la protagonista de “un montaje inorgánico”, “un experimento visual” o una “intervención lúdica”. Entre fábulas aflojaba las mismas oraciones:

—Tú siempre me has gustado. Desde siempre. Pero antes no me parabas…
—Sí, levanta las piernas así -respondía Adolfo depravado.
—¡Adolfoooo… tú me gustas, me lo haces rico! ¡Vamos a vivir juntos! Yo me quedó hoy aquí y cocino el almuerzo. Yo tengo ropa en mi morral…

Adolfito sabía que La Cute hablaba en serio. Sus amigos lo habían alertado: “sí te coge, se quiere quedar a vivir contigo de una”. La trató de marear lo mejor que pudo:

—Amor, este apartamento no es mío. Me lo prestó mi tío y él viene hoy en la tarde, tengo que limpiar y arreglar un bote de agua del fregadero.

Pero ella no entraba en razón. Seguía con la seducción y Adolfito le sobrellevaba el jueguito. Después de hacer dos veces más el amor y de darse cuenta de la grave insistencia de La Cute, tomó medidas desesperadas.

—Cállate… Oye… Espera —dijo Adolfito como un poseso. Hurgando en la gaveta, sacó la pistola de la gaveta. Una Beretta 92F, su consentida y salvadora.
—¿Qué pasa? -preguntaba sin entender La Cute.
—¿No oyes?
—No…
—Son las ánimas… Son las ánimas. Los perros aúllan porque ven a las ánimas. Pero no te asustes.
—¡Ay Adolfo chamo, no me asustes, tengo que ir al baño!
—¡No, no puedes ir todavía aguántate! ¡Déjame poner la pistola debajo de la almohada para que podamos dormir bien!
—¡No, Adolfo… coño mi amor… ¿y sí se dispara? A mi me dan miedo todas las armas… y… ¡tengo que ir al baño!
—A mi no me dan miedo. Además, ella sabe cuando debe disparar y cuando no. Aguanta un pelo, porque si entras ahorita al baño… vas a ver a la señora muerta sudando el espejo.
—¡Ay Adolfo de verdad, yo tengo que hacer una diligencia temprano en el médico…! Y ahora que me acuerdo tengo que ir al seguro y los papeles están en mi casa y tengo que ir…
—Tranquila vas otro día. Abrázame duro, para que no te molesten las ánimas.

Con delicadeza extrajo algo de abajo de su cama. Formó con sus viejas sandalias una cruz, y plantó la pistola sobre ellas. La Cute se entregó, fría y dócil al abrazo, mientras maquinaba cómo escaparse. Él sabía que tenía que botarla. Ella sabía que no le quedaba otra que irse. Él sabía que ella no dormiría. Ella esperaba el primer ronquido.

Cuando comenzaba a amanecer Adolfito cerró los ojos y soltó aire por la boca como Larry, el de los tres chiflados. Nunca dejó de abrazarla, simplemente soltó el empechugue. La Cute se escabulló, se vistió en el pasillo, y se fue del apartamento para nunca buscarlo de nuevo. Trancó suavecito la puerta, dejando la reja abierta y olvidados un perfume, un sweater y una pipita de mariguana. La actuación de Adolfito había sido más que una maldad, una travesura, ¿cierto?



3
Los días pasaban y luego de un año de no pagar ni una sola vez el condominio, su tío —su padrino… ¡su papá en el fondo!—, aquel que prefería prestarle el apartamento a que algún mal viviente se lo invadiera, lo fue a buscar cerca del mediodía para invitarlo a almorzar. Adolfito estaba sin bañarse, pero el tío Víctor esperó a que se arreglara. Adolfito no se afeitó, pero sí se puso algo de perfume. Ambos bajaron la calle con “urgencia” hasta el restaurante chino en donde servían las sopas wanton light y las lumpias escurridas. El “asunto urgente” fue resuelto en paralelo en el baño de tres pocetas del sitio. Todo un nuevo mundo tapizado con calendarios de monos, cerdos y tigres del restaurante, sirviendo de cagadero familiar. Al borde de unas frías y menú en mano fluiría la tarde. Adolfito, a pesar de todo, nunca podría negarse a charlar con su tío, y aunque en el fondo le importunara sus horas vespertinas interrumpidas frente al tele, reunirse con él era una actividad que lo conectaba con la vida, así como un choque entre dos carneros en Discovery Channel le abría los párpados y le disparaba una sonrisa. Tío Víctor, decía todo y no decía nada, eso sí nunca se embotellaba con los ejemplos:

—Tu primo Enzo, está cada vez peor… ese es igualito a las mapanares… que cuando comen se enrollan de un árbol y duran como seis meses digiriendo el venadito… El carajo se compra un pollito en brasas para él… y de vaina que no se traga hasta la hoja de las hallaquitas…

El tío Víctor nunca fue parco. Era fanático de los Tigres de Detroit y de la exploración del inconsciente.

—Fíjate, yo le explicaba a tu tía Cecilia el otro día, que el significado de los sueños es distinto para cada persona, porque si para mí, un gallo es un animal macho y que pone orden en su corral… para ella, muy por el contrario, va a decirle a su psique que es una figura de un mujeriego… o de un tipo polvo e´gallo… ¡Jajajajaja!

El tío estiraba por siempre las comidas con sus ocurrencias y con cafés, postres, pousee cafés y más postres y más café y más postres… Para su sorpresa concretó en el segundo negrito:

—Adolfo, tu papá no hubiese querido que se te fuera la vida así. Yo sé que los bingos te resuelven lo suficiente como para hacer mercado y estar parapetado, pero créeme hijo no puedes estar jugándote la vida por siempre. Es preferible contar con una mujer ladilla que te cocine y te esté pidiendo siempre más, para algo —¡algo, que ni siquiera ella sabe qué coño es!— a que te quedes ahí en ese hueco… viviendo como un vampiro. Hasta más blanco que un casabe te me estás poniendo...

Adolfito con una mueca espontánea y el estómago descompuesto, asintió dándole un abrazo al tío Víctor. Los chinos cobraron, el tío invitó. Se despidieron frente a un carrito de helados. Bajaba el sol. Era lunes. Un pésimo día para ir al bingo cerca de casa. Hoy visitaría uno de otro municipio. Por cierto, extrañamente, hablar con el tío, no lo había dejado encunetado en sus planes. Hoy le había abierto un horizonte más allá de sus esperanzas de jugar y ganar. La conversación lo animó, le provocaba hacer plata para unos días, para poder emborracharse y despertarse el miércoles… y depositarle el condominio atrasado. Se imaginó cosas para el próximo jueves: bajar a Maiquetía a casa de su compadre El Mono. Beber con él y su mujer Amanda hasta el domingo. Jugar ente las olas con Zuleimita, su ahijada. Subir de nuevo a la ciudad el lunes, iniciando otra ronda de éxitos en los bingos, bronceado y con el hígado repuesto por el célebre hervido de pescado de su compadre. Esa ida al chino con el tío le dejó un panorama distinto: ¿y si se animaba a montar otro local, volver al negocio de las antigüedades o buscarse un socio para un gimnasio? ¡Así podría tener docenas de culos a puerta de corral!


4
Esa noche salió temprano, el bingo quedaba lejos y era mejor llegar con tiempo.

Observar las mesas con mayor número de jugadores de la tercera edad, pasar despacio frente a las tragaperras más solitarias, ubicar a alguna crupier que pudiera invitar después del trabajo a su casa. Detallar los movimientos de los ladronzuelos de oficio o de los que echan burundanga en la bebida, y que de cuando en vez, actúan bajo la protección de la seguridad del local. Adolfito estuvo en todo. Ganó la noche entera. Después de recolectar lo suficiente como para pagar año y medio de condominio bebió un último whisky. Para su mala suerte, no vio cuando lo servían. De coñazo se prendió. En segundos se encontró hiper excitado… se puso lúbrico y gozón. Se le fue encima a una de las bartenders sin tino ni mesura y lo rebotaron. A una asistente que le sonreía por cortesía, pretendió llevarla a un rincón para sobarle las piernas. Una vez que la muchacha le hiciera señas a otra compañera, ambas lo llevaron hasta una puerta que cerraba por fuera y a donde lo dejarían confinado. Al cabo de un tiempo, que parecía nunca terminar, entraron un par de hombres fuertes y armados. Le preguntaron cuánto había tomado, con quién había venido, cuánto había ganado, cuánto había perdido, adónde vivía... Lo registraron, le guardaron en un sobre sus ganancias íntegras. Lo bajaron por unas escaleras exteriores, lo subieron a un taxi -que ellos mismos pagaron-, diciendo amablemente uno de ellos al despedirse:

—“Gracias por jugar en nuestro bingo y por favor vuelva de nuevo”.

Con el corazón acelerado Adolfito escuchaba todo y nada a la vez.

—López, un 41 a la dirección que dice en la ficha… y píntese la boca si quiere, que no está contra las normas.
—A este carajo, lo roban y se lo pegan hoy… y ya mañana ni se acuerda… de vaina que lo pillaron las jevas -reían todos sin compasión.

El taxi estaba helado, el conductor —sin rostro para Adolfito— tenía órdenes de conducirlo hasta la dirección que la pareja de seguridad le había dado, pero nuestro mala pea, en una luz roja, se bajó del auto y corrió como un elefante rijoso hasta más allá de la avenida. Atrás abandonaba un auto pago, un conductor confiable y un destino seguro. Sólo una figura redonda y blanquinegra quedaba gesticulando en la avenida.

Comenzaba a amanecer, aún así buscaba pachanga. Caminó más que un mormón. Tocó la puerta en bares, tascas, botiquines y prostíbulos habituales. Ya a esa hora no había nadie. Llamó por teléfono móvil a prostitutas cuyos nombres había grabado bajo los inconfundibles nombres de “puta 1”, “puta 2”, “puta 3”, “puta Valencia”, “puta cachapa”. Su estado anímico no estaba mal, pero su respiración se aceleraba. Quería tomarse un trago, agarrar a una hembra o a dos o a todas y empiernarse. Se sentía seco hasta las orejas. Por un momento pensó que se le detendría el corazón y de pasó moriría la noche, pero al ir caminando se acordó que en la Solano estaba abierto el after hours, aquel local donde los D.J´s van a cerrar la noche, los gays van a reírse de las dragas, los tránsfor sin suerte se cambian la ropa para irse en Metro a su casa, y las putas se van a bajar el perico de la noche. Incluso, muchas de ésta especies hacían tiempo dentro del local, para llegar a las doce del mediodía a sus pensiones y así ahorrarse medio día del pago de la pieza.

Era un cuarto para las 5 de la mañana y para Adolfito no fue difícil entrar al local, rodeado por todo tipo de alimañas nocturnas. Un portero lo reconoció y lo haló por un brazo. Después de un abrazo y una propina de 50 mil, Adolfito ya estaba adentro con un trago de whisky en la mano, y un poco más centrado a un lado de la barra. Uno, dos, tres barmen lo saludan desde atrás de la barra con abrazos y apretones de manos. El local, adornado por imágenes de santos afrocaribes lo escudriñan sin sonreírle. A pesar de las malas asociaciones que generan las figuras en su memoria, no se inquieta. Adolfito seguía hambriento de mujeres y de hacer vainas, no sabía qué eran esas vainas exactamente, pero por lo pronto, caminaría, bailaría, reiría, jodería… eran tantas sensaciones a la vez, y el whisky no lo calmaba. Estaba desatado y deslenguado, más que de costumbre. Abordó, de palabra, a una rubia en mono deportivo trajinada y embutida alrededor de un perfume barato.

—Mira mi amor, me gustas tú y tú amiga… Vámonos los tres para mi casa —soltó Adolfito
—No papi, yo trabajo sola… y mi hermana y yo vinimos pa´ cá pa´desestresarnos del trabajo… pero si quieres, pasa esta noche por el Sava y te presento a Lesling y Rocío que ellas sí son pareja. Devolvió con simpatía una despampanante “cacune” made in La Guaira
—Gracias mi amor… y pendiente de una noche de acción tú y yo otro día, que estás durita -continuó entrador Adolfito.
—Sí va papi… cuando quieras —respondió la catira cuca negra.

En medio de la barra, a veces se desocupaba un espacio y la gente se arrimaba. La rubia, con cierto cariño que no dejaba de sorprender, se movió hacia la izquierda y le acercó los labios al recién conocido.

—Chao, papi, que te diviertas
—Gracias a ti, bebé… ¿Y besito de tu hermana no hay?
—Sí va flaco, beso y… salud, porque ayer cumplí años.

Y la compañera de la “cacune” le dio un pico que sonó en medio del house que rayaba la noche.

—Feliz cumpleaños mi reina —devolvió el beso Adolfito. Voy al baño y vengo… y si quieres te regalo unos pases.
—Coño bello, si así llueve que no escampe. Pero, papi en vez de comprar tú, dame la plata y yo controlo una bolsa bien resuelta.
—Sí, va… voy y vuelvo

Las dos mujeres más buenas del local para ese momento brindaron con Adolfito. Los barmen reían al ver a su amigo mucho más relajado que cuando estaba en bingos o casinos ilegales. Lo veían eufórico y con ganas de masticarse a ese par.

Besos y abrazos de la dupla de saca leches -y ese don de mundos en un local en medio del “corazón de las tinieblas”- hicieron que, poco a poco, los ojos empezaran a colocarse sobre la vida del sudado Adolfito. En la pista se encontró a dos amigos del edificio —más bien panas de toda la vida—, de esos que te conocen de lejos, de los que saben —desde que metes la llave en la puerta— sí estas rascado, comido, culiado o no.

Y los ojos del local —esa galaxia entera de estrellas cutres— escanean bien bandera a Adolfito.

—¿Quién será ese carajo enfluxado a esta hora y en éste tugurio que pasa por la barra y por el medio de la pista como Pedro por su casa? -comenta para sí una habitué que la mueve.
—¿Por qué cuando vuelve del baño, las dos jevas esas le dan un pico y se van de la mano para el baño de mujeres? -se preguntan dos gallas en clave de corto universitario.
—¿En qué anda ese carajo que todos saludan con verdadero cariño? —desconocen dos maricones rumberos.

Adolfito, vuelve a la barra y, estacionado frente a la tarima del D.J. —entre la caja y la pista—, ve a un grupo de mujeres bailando solas. Una lo mira de soslayo, otra lo hace directamente, una tercera lo ignora, una cuarta lo saca a bailar. Mucho dance, mucho trance en la pista, entre mímicas y presentaciones —bajo el ruido y la luz— todos se conocen y Adolfito insiste con las mismas proposiciones:

—¿Son novias?…
—Me gustan las dos…
—Vamonos pa´ mi apartamento…
—¿Llevamos monte…? Si quieren “güeler” compramos…

08:35 de la mañana. Hora y media bebiendo con dos compañeras que trabajan en equipo. Les brindó suficientes shots de tequilas como para llevar a la fosa a una tropa de mariachis. Entre las brindadas para las chicas, sus whiskies y dos bolsas de perico -que se jalaron en menos de lo que se dice “no hay”- ya Adolfito había gastado como 700 mil bolos. Se revisa los bolsillos del saco y siente el sobre que le dieron en el bingo suficientemente gordo. Al fin, deciden irse los tres para gozar. Las chicas llaman desde adentro a un taxi de confianza. Salen del local. Mala idea.

Afuera, el sol no escatimaba en pedanterías. El catire se dedica con sus rayos a liquidar la poca conversación que se puede conseguir con unas tipas a las que se les paga por tirar. El taxi no tarda ni un segundo en llegar, pero Adolfito cree desvanecerse como una quinceañera en una procesión. Se suben al taxi. El muy puto cacharro tiene jodido hasta el ventilador de repisa.



5
El astro rey es capaz de sacarle toda la verdad al más callado de los criminales, en cambio, dentro de un auto sin aire acondicionado raramente se genera otra cosa que una lánguida avalancha de silencios, un derrumbe de las palabras, un campo santo para la cháchara. Un carro sin aire acondicionado, bañado de fiebres y canciones de Pedrito Fernández, es como una tumba errabunda, una que solamente te abandona cuando te derrama —diligentemente media hora después— en el purgatorio. Un purgatorio que es idéntico a la puerta de tu edificio.

Pagarle 50 mil por una carrera de 15 mil no fue lo que más rabia le dio a Adolfo, fue esperar a que la conserje, con parsimoniosa y eterna actitud vida ajena, conectara la luz para poder abrir la puerta eléctrica. El “trío mal aspecto” llegó al edificio: un enfluxado dando tumbos y dos mujeres engoriladas y vestidas de satén, malla y lentejuelas. ¡Compren sus entradas! ¡Escojan sus asientos! ¡Disfruten!

Cruzar una puerta colectiva, con dos mujeres semidesnudas, por donde sus copropietarios salen a trabajar —y de donde aparecen niños bañados y arregladitos para el colegio no está nada bien. De hecho, no está un coño bien. No está ni remotamente cerca de estar bien. Pero, de más está decir que la vida de Adolfo, al menos ese día no iba para buen puerto.

En lugar de subir las escaleras hasta el piso 2, las chicas se antojaron de esperar el ascensor, lo que significaba más espera y más testigos. Cosa que poco le importaba a Adolfo, lo que sí intuía era el impostergable desagrado de algunas vecinas, al encontrarse con su propia estampa y la presencia de su alegre corte. Una vez adentro de la lata, la distancia entre los pisos parecía eterna. Es un aparato Sabiem, hediondo a miado, con un espejo escupido, sin aire y con un graffiti recién pintado entre las puertas: “te boy a sesinalte. Firma: el sicopata”.

Finalmente en la casa, tras abrir rejas y cruzar dinteles, decidieron acicalarse. Adolfito les mostró el baño y les dio toallas. Las chicas se antojaron, tenían sed, querían tomar jugo de naranja. Adolfo para dársela de pana, bajó a comprar jugos, chocolate, cervezas y Gatorade en el abasto. Fue y vino por las escaleras apestando a botiquín, aguardiente, cigarro y fragancia sexy de elaboración casera. Arriba ellas conformaban sus cheques de la noche por teléfono, y entre revisada y revisada en el apartaco, no guardaron nada en sus carteras, simplemente porque no había nada que llevarse.

Adolfo regresó. Las chicas bañadas y desnudas sobre su cama no agradecieron el jugo de naranja. Parecían salidas de un show de malas mellizas. El día estaba mostrando cosas que dentro de la disco no había percibido. Una de ellas, la más joven –¿tendría 19 máximo?- abrió el cartón de jugo familiar, lo probó del propio pico y lo dejó intacto. Ni cerveza ni Gatorade quería la otra -la que era ligeramente mayor… ¿tendría 23 acaso?-, le pidió un vaso con agua y una segunda toalla. Sin mucho que hablar, resolvían el perico sobre la carátula de un LP de Popy que ¡vaya usted a saber! de dónde sacaron. Fumaban monte a la vez que iban picando y repicando las líneas de la mierda blanca. Adolfo se desnudó y se subió a la cama buscando vida de una vez. Tocando senos, besando cuellos, metiendo mano. De pronto sintió que el queso se iba haciendo menos fuerte, por lo mal que se estaba sintiendo y por lo gordas que le estaban resultando las jevas. No atendían más que al perico y ni siquiera estaban tan buenas.

—Apaga la luz —dijo una, posiblemente la más joven.
—Sí, apaga la luz —repitió la otra. La que era un poco mayor.
—¡Putas pudorosas no joda, con la luz apagada no veo!
—Bueno, ¿tú vas a tirar o a ver? —dijo la mayor
“Buen punto”, pensó, pero decidió replicar:
—¡Las dos cosas, pero apagado no se ve un carajo y yo quiero ver la cachapa.
—Bueno, abre un poco la cortina… pero no mucho —dijo la menor.

6
Una hora y 40 después, tal vez un pelito menos, luego de un polvo por chica -y de una engañifa de show lésbico-, Adolfo escuchó, mientras lanzaba el preservativo a la poceta y a punto de caerse del sueño, a la más joven hablar por teléfono celular:

—Ay mami vente, sí. Es en la avenida principal, en frente de un kiosco grande... sí, en la calle donde vive tu amiga la que cocinó el otro día… sí la calle de Dalia, la que se viste como Boy George. Te esperamos. Rico. Sí, rico. ¡Muack!
—Ya nos vamos papi —dijo la mayor—. ¿Tú nos abres la puerta del edificio?

Adolfo luchaba por mantenerse callado.

—Danos pa´l taxi —dijo la menor.
—¡No, que va!.. ¡Ya les pagué una bola en efectivo! Además bajen ustedes, me siento mal. Tengo picazón de ojos, creo que me intoxiqué.
—Ay no seas malo papi —insistía la mayor
—¡Pichirre! —refunfuñó la menor, mientras batía la cartera contra la cama.
—No insistan muchachas. Me siento mal… de pana. Cuando bajen, al lado de la puerta está el botón rojo para abrir.


Ya era casi mediodía. El sueño ganaba. Las chicas se fueron de su casa, él se lanzó directo al colchón. Era tanto el cansancio que no pudo notar que las jevas estaban más eléctricas que cuando llegaron.

zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz
¡Rrrrrrriiiiiiiig…rrriiiiiinnnngggg…rrrrrinnnnnggg….RRRRiiiiiiiGGGG…
zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz
RRRRIIIIING…rrrrrrinnnng…RRRRRRRINNNG…RRRRRRRRRRRRRIIIIIIIIINNNNNNGGGGGGGGGG…RRRRRRRRRRRRRIIIIIIIIIIIINNNNNNNNNGGGGGG!
zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz
¡¡¡¡¡¡¡¡RRRRRRRRRRRRRRRRIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIGGGGGGGGG!!!!!!

Entre tumbos y carajazos torpes a pies y rodillas llegó Adolfo a la puerta. Al abrir se le asomó el rostro de la mujer más fastidiosa del mundo: la conserje. Apenada, nerviosa, asustada y desesperada hablaba como motor de helicóptero:
—Ay señor Adolfo, por favor. Unas amigas suyas no podían salir del edificio y se pelearon con el señor de 81. Y una dañó la puerta porque le dio con una navaja… y están allá abajo y dijeron que ellas estuvieron en el apartamento 23 y que…
—Ajá, ya bajo —barbulló medio dormido Adolfito.

Una franela gris del toro Osborne, unos boxers con la liga vencida, unos lentes oscuros rayados y la Beretta hasta las patas. Así fue vestido hasta la planta baja Adolfito. El ascensor lo esperaba. Marcó Planta Baja. Al apearse, un ruido metálico picó contra el piso tras él. Con temblor en las manos, la vista disminuida por el malestar y unos lentes oscuros se movía hacia su destino. El cuerpo le picaba. Estaba marcado por pequeñas coloraciones rojas en el pecho, la barriga y detrás de las orejas. Le costaba tragar. Al ver a las chicas armando un lío por nada, le provocó llevárselas por los cabellos, pero había gente adentro y fuera de la reja, esperando que se abriera y sin quitarle un ojo al escándalo también.

—¡Ay papi menos mal que viniste… esta vieja y este tipo, don no se qué…! -masticaba la puta más joven.

Apenas llegó, la puerta milagrosamente abrió. Los que querían entrar lo hicieron. Otros pocos bajaron al segundo piso rumbo al estacionamiento. Adolfo empujaba a las chicas con un brazo, mientras ocultaba la pistola y sostenía sus calzones a la vez con la otra. Posiblemente, por eso se apartaron tan rápido. No podía disimular nada de lo que le pasaba o llevaba encima. Caminando un poco más rápido, el calor iba punzándolo a discreción. Bajó y subió la mirada sobre sí. Se encontró como un loco que había bajado vestido con la ropa con la que baña al perro. Descubrió que tenía un pie enfundado en un zapato de goma y el otro en una pantufla a punto de romperse. Escuchó una corneta que insistente sonaba a lo lejos, y una figura regordeta que salía y entraba de un auto blanco, gesticulando y marcando, de vez en vez, todos los apartamentos del intercomunicador que da a la calle. La menor de las putas abrió el gañote antes de haber pasado la segunda reja:

—¡Gorda, menos mal que viniste y que tocaste la corneta y el intercomunicador! ¡Tremenda bulla, chama, así es que es!… ¡Jajajajaja!... ¡Una bulla!
—Yo no me iba a dejar caribear por nadie… y a usted mi reina nadie me la ofende -comentaba como un malandrito tierno, la mujer del taxi, buceándose descaradamente a la putica. Seguidamente, cambió su estilo al de un picapleitos y miró directo al rostro de Adolfito.
—¿Qué es lo que pasa aquí caballero?... ¿Por qué estás empujando a mi jeva?

Adolfo no respondió. Simplemente trataba de ordenar las páginas de ayer con las de hoy.

—¡No joda Zoraida!… ¿adónde coño estabas? ¡Bajamos en el tiempo que nos dijiste y no llegaste! Y como empezó a llover tuvimos que meternos en el edificio otra vez y ahí se pegó la mierda esa del “interructol” —apuntó, disgustada la mayor de las chicas.
—Bueno, todo el mundo a bordo. Que me llevo a mis Go Go Dancers a “rumbiar”… ¡Fino fino con bambino! —terminó diciendo la gordita marimacho y pasada de moda, aplaudiendo un par de veces y sobándose las manos con una sonrisa de oreja a oreja, como si fuese la súper reina de la diversión.

Adolfito, las dejó subirse al carro -incluso hasta les abrió la puerta trasera para que entraran sin demasiada tardanza-, pero antes de que pudieran poner el motor en marcha, en su cerebro se hizo un enorme, sonoro y torcido clic. Sacó la pistola con la zurda y se la metió con todas sus fuerzas, en medio de las tetas a la gordita.

Adolfo ya no era Adolfo. A causa de una oscura conjunción, había pasado a ser lo que la noche le había inoculado. Sentía a un animal extraño moverse dentro de su cabeza. Lo mordía y le obligaba a quién sabe qué. Estaba siendo estrictamente gobernado por un bicho raro, uno malo, maluco.

—¡Mira cachapera de mierda! ¿Tú me tienes envidia porque yo me las cojo a ellas? Porque yo… yo sí soy un varón y no como tú que eres un cuartico e´ leche de puro dedo y uña… ¿ah?... ¿qué te crees puta?... ¿no ves que eres como una cajita feliz sin juguetico? Yo a ellas me las pego, me las mamo y me las lengueteo y después me las cojo. ¿Oíste? Yo juego a que soy cachapera con ellas y después les doy machete, porque yo soy bien ocioso… ¡Yo las pongo a gozar con todo, porque tú no tienes güevo y yo sí!

Todas tres en el carro se quedaron inmovilizadas. Al punto que la siguiente fase de su acto salió mil veces mejor que la obertura. El terror las dejó a merced del caballero con lentes y en interiores.

—¡Dame acá zorra!... ¿No estás oyendo? ¿Cuánto hiciste hoy? —le gritaba en el rostro a la conductora, mientras los automóviles pasaban a un lado deteniéndose brevemente, para luego acelerar.
—¡Sí, sí va viejo!... ¡Mosca con un tiro!... Toma la billetera y lo que tengo en la guantera -se entregaba sin quedarle otra a la asediada piloto.

—¡Dame la plata de la chamba…! ¿Tú no eres taxista, pues?... ¡Cae, cae!… ¡Y ustedes dos perras de mierda, denme todo lo que tengan ahí…
—Toma chamo, es un “relós Swach”…, y si quieres este celular es de un cliente que me lo regaló -acertó a explicar la puta más joven.
—¡Qué reloj ni que coño… no quiero celular tampoco… dame la plata, la plata, el efectivo que tienen encima… ¡Ya, antes de que me queme a la “lipa de hombre” ésta y a ustedes les raje bien de pinga esa cara, no joda!

Como cierre del atraco batió la puerta de una patada y les indicó imperativamente:

—¡No las quiero ver más aquí! y tu gordita, a ti menos. Yo sé en qué andas tú. En el Bingo donde trabajas. Me echas paja y a jugar cartas con el Padre Pío -escupió, mientras le volaba una estampita del santo de la billetera de cuero que tenía la mofletuda.

Mientras el carro se alejaba, Adolfo guardó la pistola y se hizo el paisano mientras media cuadra atestada de toda clase de gente curiosa lo miraba caminar con un puño de dinero en una mano y una pistola en la otra. Ocultó como pudo —de la vista general— la pistola, y regresó hasta la entrada del edificio. Ahí, en medio de su camino al hogar se topó con dos vecinos vestidos totalmente de blanco, enfrascados en una discusión que le parecía inútil y que lo aporreaba mecánicamente en medio de sus ojos.

—Ifa, hermano… para éste año dice —decía uno.
—No, es que hay que hacerse el santo… para que el daño -refería el otro…
—Sí, y hay que ponerle las velas en forma de que… porque Yeman…

Adolfo interrumpió desorientado y delirante:

—Un permiso ahí, no joda… déjenme pasar… que me cago en todos sus dioses enanos de panteón chucuto. ¡Trabajen, hagan real con esfuerzo… y… levántense un culo como es… un culo que los quiera por lo que son y no por un puto filtro de mierda!

Los hombres tras un breve vistazo supieron que éste cualquiera si no estaba loco, iba francamente para allá. Adolfito remató su intervención señalándose los genitales con sus dos pulgares, dibujando seguidamente —sin que se le cayeran los reales ni la pistola— el símbolo internacional del bollo, uniendo índices y pulgares en el aire:

—¿Y saben qué?.... ¡Santo es éste… que siempre quiere ve-la!

Con un sudor frío zapateándole las vértebras y con los ojos inflamados volteándosele abandonó la escena. Reconocía más lejos y oscura la última reja, ahora medio dispuesta para entrar a su refugio. Caminó como pudo. La conserje le entregó las llaves que había dejado caer dentro del ascensor.

—Creo que estas llaves son suyas señor Adolfo… las del llavero con un sol riéndose.

Adolfito desde lo más íntimo se lo agradeció. Subió en el ascensor sin verse al espejo ni ojear el graffiti. Entró a su apartamento, se tomó la mitad de un Gatorade de mandarina, dos antialérgicos. Orinó sin quitarse los lentes. La pistola fue a dar bajo la almohada, los lentes bajo el jergón. Durmió boca abajo 16 horas seguidas.



7
El miércoles muy temprano bajó hasta La Guaira, almorzó solo en un restaurante a medio llenar. Se entreveía la playa, un muelle y un carguero abrumado, pero rápido y de colores neutros. A la mesa, frente a una rueda de Dorado y dos cervezas frías —mezcladas con un toque de ginebra y frescolita— decidió hacerse una promesa: cambiar su vida, pidiéndole con todo su corazón a Dios y a los hombres que lo perdonasen.


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